El Cuaderno de Sergio Plou

      

lunes 20 de septiembre de 2010

La misma piedra




  El ojo humano, si funciona, abarca un espectro repleto de matices sin embargo nos empeñamos en ver la realidad sociológica en colores sepias. El blanco y negro sigue teniendo pegada. El clásico aforismo que alude a estar conmigo o en mi contra, como si no existieran otras opciones, encumbra en Estados Unidos a los ignorantes más adinerados. Se aglutinan en tendenciosos somatenes, los denominados Tea Party, eufemismo que podría exportarse aquí con el nombre del Partido del Bar y que seguramente obtendría pingües beneficios. Apoyados en la barra y trasegando cervezas cualquiera siente bajo sus axilas el crecimiento de un líder. Sólo es cuestión de ir soltando burradas hasta convertir las elecciones en una carrera de sacos. Algo parecido ocurre en la América profunda.

  Los nuevos retrógrados reducen todo al absurdo. Se definen mediante los mitos bíblicos, se aúpan en idioteces trasnochadas y haciendo gala de su incultura y mala educación elevan su intolerancia al rango de un don divino. No es raro que la gente más lista contemple sus mítines igual que si fueran desopilantes programas de humor, el problema es que aglutinan en sus filas a una desesperada caterva de eslabones perdidos y que sin atender a razones golpean las columnas de la ciencia con la fuerza que impone la sandez. Son el reflejo de la soberbia, la necedad y la ausencia de empatía. Y se multiplican por esporas.

  En un planeta que todavía parece grande, hemos optado por apiñarnos en las ciudades, procreando desquiciadamente en ellas con el propósito de convertirlas en inhabitables termiteros. Los carcas del otro lado del Atlántico nos animan a continuar por la misma senda y entrometiéndose en la vida privada de las personas, echan pestes de los métodos anticonceptivos, señalan conductas sexuales como nocivas y fomentan la hipocresía sin un ápice de dignidad. Cuando habíamos comenzado a asumir que sólo existía una raza y una lengua en este mundo de agua salada, cuando empezábamos a presumir de inteligencia y hablábamos de sentimientos y emociones, los más arcaicos se nos suben a la chepa y clavándonos las espuelas pretenden tomar directamente el control. Parece que ya se han cansado de llevar las riendas desde las sombras.

  Es más cómodo despotricar que aprender, encender la televisión que coger un libro. Es más fácil creer en algún dios que estudiar física teórica. Y sin embargo, no nos damos cuenta de que todos tenemos una cabeza sobre los hombros, aunque sólo nos sirva de estorbo. Nos llama más la atención el color de la piel o el idioma de las palabras que el simple hecho de tener cráneo. ¿Por qué será?

  Depurando nuestro propio estilo mediante prejuicios, intrigas y alianzas, cuando no es gracias al miedo o al estrés, nos complicamos la convivencia y generamos fricciones. Las creencias divinas y sus disparatadas costumbres nos ayudan a precipitarnos por el acantilado de lo irracional, un abismo donde no hay que ejercitar las neuronas. Sólo es cuestión de dejarse caer y mientras nos rompemos la crisma la ignorancia se extiende.

  La sociedad está preparada para comprender la fascinante diversidad de la que formamos parte pero no tiene costumbre. El desarrollo, la colaboración y los negocios sólo han podido ser entendidos bajo el prisma de la competitividad. Siempre nos han impuesto un enemigo para fustigar el conocimiento. Ayer fueron los rusos, hoy son los moros y mañana serán los chinos. Todavía son pocos los adultos que se entretienen descubriendo el porqué de las cosas, tal y como hacemos todos durante la infancia, por dura que sea. Anteponemos la desconfianza, que nos obliga a ser ambiciosos, a la curiosidad, que siempre resulta más simpática y buscando el éxito perdemos las referencias. Va siendo hora de asumir que no es lo mismo explorar que colonizar, aprender que robar, enseñar que imponer, compartir que conquistar. Supongo que una mezcla de testosterona y miseria, tanto ética como económica, nos lleva a caminar por senderos trillados pero ya no cabe el hacernos de nuevas. Como especie gozamos de una rica experiencia acumulativa, así que tenemos suficientes medios intelectuales para transformar nuestra conducta y no tropezar siempre en la misma piedra.