Decía mi padre, que en paz descanse: «Quien no tiene nada que hacer, con el culo mata moscas».
Esta versión popular del refranero me sigue resultando más simpática que la del demonio espantando insectos con el rabo, pero cualquiera de las variantes nos puede servir para ironizar un rato sobre esa gente que, sin ninguna necesidad, se obliga a levantarse de la cama a las cinco de la mañana. No saltan del catre porque conduzcan un camión, trabajen a turnos en una fábrica o tengan que deslomarse en el campo. Ni siquiera porque estén buscando curro como alma que lleva el diablo. Al revés, lo hacen con el ánimo maravilloso de mejorar su salud, la vitalidad, el estado de bienestar general, la producción laboral o incluso su creatividad artística. A juicio del acaudalado inventor de esta fábula, basta con seguir a pies juntillas unas tácticas y unos principios, basados en aparentes evidencias científicas, para que nuestra vida pegue un cambiazo, nos cunda mucho la jornada y todo nos vaya de perlas.
El ídolo de los criadores de legañas se llama Robin Sharma y recoge en un grueso panfleto de autoayuda el lote de pensamientos y reflexiones que un benefactor imaginario, un millonario contento y sin grandes preocupaciones, siembra alegremente sobre el coco de un emprendedor que ya no emprende y de un artista que se ha venido abajo.
El fracaso, según los libros de autoayuda, no es la lógica respuesta que obtenemos del sistema económico en el que vivimos, sino que es el fruto amargo que se cosecha cuando llenamos el día de vagancias, demoras, negligencias y un largo cúmulo de pobres virtudes, aquellas que atesoramos las personas cuando nos negamos a funcionar como es debido. La refutación de la haraganería es muy simple. Ya saben. Hay que echarle cuajo a la vida... Hay que pisar el pedal a fondo… Hay que sacrificarse… Podríamos resumir la propaganda en que el mundo no es un desastre, sino que el desastre somos nosotros.
Esta es la fórmula mágica que aplican con saña los textos de autoayuda y que resulta muy eficaz a la hora de hacer caja. Por eso nos animan a ponernos las pilas y a seguir el desinteresado ejemplo de un aburrido millonario que busca la diversión inculcando sus enseñanzas a los torpes. Lo primero es levantarse a las cinco de la mañana, o a las cuatro, o a las tres, si ya lo haces y no logras otra cosa que tener un sueño infinito. Y ya verás como tarde o temprano, a fuerza de repetir los madrugones, alcanzas el éxito y te conviertes en Robin Sharma. No hay más que ver al autor de este pedazo de «bestseller», que ahora funciona como «coach» en su propia empresa, la Sharma Leadership International, todo un chollo de toma pan y moja.
Los seguidores de esta tribu de insomnes, los que abandonan el dormitorio como si les fuese a tocar la lotería, algún día entenderán que «no por mucho madrugar, amanece más temprano». Sólo espero que disfruten cuando les toque cambiar la hora el último domingo de octubre, porque llevando el ritmo circadiano descompuesto igual mandan el libro a hacer puñetas y le cogen el gusto a dormir una hora más.