domingo 10 de enero de 2010
La vida digna
He visto el último documental de Michael Moore sobre el capitalismo y, como suele ocurrirme con según qué películas, he llegado a la conclusión de que este género no está hecho para mí sino para los incrédulos y demás gente de mentalidad arcáica u holgazana. Salgo del cine más indignado de lo que entré y salvo la evidente convicción de que no estoy loco —menos da una piedra— acabo por pensar que hubiera sido más sano para mi cerebro acudir a una reposición de Mary Poppins o «Siete novias para siete hermanos», por citar dos metrajes que dejan los sesos tan limpios como el estómago una pepsicola. Vivimos malos tiempos para la ficción, porque la realidad resulta más chusca y se empeña en trotar más lejos de lo que podemos imaginar en nuestras peores pesadillas. Nunca he sido amante de la estatalización, me parece un robo que haya que pagar por tener un documento de identidad obligatorio. Me parece sangrante que un tipo con uniforme te sobe el cuerpo después de haber pagado un billete de avión o pueda verte en bolas por un scáner. No es sano ni normal. Y mucho menos pagando. Pienso que poder llamar por teléfono o comunicarse por internet tendría que ser un servicio público de carácter gratuito, lo mismo que el transporte municipal o el agua. El Estado, por nuestros impuestos, tendría que regalarnos un piso y disponer de comedores suficientes para abastecer de alimentos a todo un país. Es lo mínimo que puede exigírsele al Estado en el Primer Mundo. No considero que la televisión sea un bien de primera necesidad, pero sí los trenes y los aviones, por no hablar de los hospitales, las escuelas o las universidades. La privatización de los servicios básicos no sólo atenta contra los ciudadanos sino que tendría que ser perseguida de oficio en los juzgados, porque denigra la vida y pervierte la igualdad. Está de moda —a fuerza de billetes cualquier cosa puede estar de moda— creer que cualquier servicio funciona mejor si lo maneja la empresa privada y sin embargo es una falacia. No sólo nos cuesta más caro, es todavía de peor calidad y encima lo pagamos varias veces. Va siendo hora de rebobinar. La competencia desleal es un mito generado precisamente para que cuatro rufianes se hagan de oro. El Estado está obligado a ofrecer lo mínimo: salud, educación, vestimenta, manutención, transporte, comunicaciones y casa. Si no es así, el Estado sobra. Y cuando hablo del Estado me refiero a las instituciones que viven de los impuestos. Tengo derecho, por vivir aquí, a viajar a Barcelona gratis en un tren de alta velocidad. O a coger el puente aéreo. Es básico en el siglo XXI. Quien quiera ir más deprisa, en tren bala o reactor, que lo pague por medio de una compañía privada. Lo mismo quien quiera recibir una educación católica o musulmana, que se paguen sus escuelas y universidades aparte. Con esta manera de pensar, comprenderán que me hierva la sangre viendo una película de Michael Moore. Yo tendría que estar leyendo Pulgarcito o recibir un sedante. Lo demás ya no me cabe en el cuerpo.