En ciertos asuntos resulta complicado averiguar dónde empieza la mentira o dónde acaba la verdad. Según nos corten el bacalao sacaremos conclusiones diferentes, incluso podemos cambiar de postura en cuestión de horas. O de años. Hubo una época en que el fútbol, por ejemplo, estaba mal visto entre la progresía y en cambio ahora, los mismos que antes despotricaban, se declaran incombustibles aficionados al balompié. Pues algo similar ha ocurrido con los toros, pero a la inversa. Podríamos decir que si el fútbol le interesa a todo el mundo resulta que los toros no le gustan a nadie. Y no es cierto, aunque tampoco es falso del todo. Hago constar en mi defensa que a mí los espectáculos sangrientos y los deportes de masas me producen urticaria Lo habría llevado fatal si hubiera nacido entre los mayas o entre los romanos, al menos durante esas épocas en que el deporte y la fiesta se confundían de tal manera con una batalla campal que rara vez no terminaban con la muerte de alguien. No dudo que jugarse el pellejo pueda resultar emocionante, pero si hay algo más emotivo que diñarla en una guerra es morir a las puertas de una discoteca y creo que ya tenemos suficiente insania en la vida como para ir buscando en el toreo un plus de peligrosidad.
Los defensores de este sector ganadero alegan que el toro nació para embestir en los cosos igual que los galgos vinieron al mundo para perseguir una liebre mecánica en las carreras. En esta línea de pensamiento, a la que suelo calificar de absurda, podemos añadir ya cualquier conjunto por vacío que fuera. Desde que las perdices vuelan para ser tiroteadas en un coto y acabar luego en las panzas de los enamorados (no en vano la digestión de estas aves es sinónimo de felicidad en los cuentos infantiles), hasta afirmar sin sonrojo que los canguros saltan y dan brincos para que les echen el lazo y fabriquen después con su piel unas zapatillas deportivas. ¿El fin justifica los medios o no los justifica? Podemos convertir a un delfín en Flipper o a un conejo en Bugs Bunny, dependerá de nuestros gustos e intereses, incluso de nuestras creencias, pero si protegemos las corridas de toros bajo el paraguas de lo cultural tendríamos que reconocer primero nuestra incapacidad para resolver las contradicciones. No es que confundamos la causa con el efecto, parece que aún tenemos serias dificultades para digerir la realidad. Lo que para unos representa una muestra de valor para otros es el fruto de la desesperación o una forma cruenta de ganarse la vida. Da la sensación de que existe una vara de medir la violencia que somos capaces de soportar y que una vez pasamos el listón nos da lo mismo ocho que ochenta.
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Lo que me deja un tanto confuso es que haya personas a favor de las corridas y que sin embargo les produzca náuseas entrar en un matadero. O viceversa. Nadie les obliga a ser puristas, desde luego, ni siquiera a mantener una mínima coherencia entre la teoría y la práctica. Lo que me asombra es que haya gente en contra o a favor basándose en peregrinas razones estéticas. En cualquier caso, estarán conmigo en que resultaría extraño ver a un vegetariano aplaudiendo las chicuelinas de un torero o los puyazos de un picador, sin embargo hay muchos carnívoros que desprecian semejante fiesta o semejante calvario, escojan el adjetivo que prefieran. Es como si el ámbito sociológico de las corridas de toros hubiera reducido mucho su espectro. Dentro de las actividades folclóricas, no deja de ser preocupante que las de mayor arraigo -en la conciencia más casposa- tengan que ver con el dolor o la muerte. Quizá el mismo público que asiste a una velada de boxeo acuda también a las plazas de toros y a las procesiones de semana santa. Y si me apuran, quizá este público sea el mismo que los celebra después yéndose de putas. No lo descarto. Al fin y al cabo la asistencia a este tipo de astracanadas parece valorada en exceso y con frecuencia se reservan para ellas los mejores espacios y los horarios más populares, además de unos dineros que podrían emplearse en asuntos más perentorios. No voy a ser yo quien condene las corridas de toros mientras me como un filete, pero veo el mismo arte en dar la puntilla en una plaza que en tirar de motosierra en mercazaragoza. La segunda opción pierde en folclore lo que gana en colorido, y eso que los operarios carecen de burladeros, no visten traje de luces ni reciben aplausos por la faena. Y no confundan la sirena de la fábrica con cambiar de tercio a golpe de corneta, basta con ver el mandil.