No he estado muy al quite de las tonterías que ha soltado el monarca este año. Por lo que he podido entender el discurso se ha reducido a una cuestión de formas, y cuando hablo de formas me refiero exactamente al diseño postural. Hasta ayer, nuestra corona parlante se colocaba detrás del escritorio, sentado confortablemente en su poltrona de cuero e iba meneando la mollera a derecha e izquierda según le indicasen los regidores y cámaras de televisión. Ahora sin embargo, quizá de una manera más informal, han colocado al rey al filo de su propia mesa, en el canto mismo de la madera noble, aguantando su propio peso en una figura gallarda que pretende al mismo tiempo ofrecer, una vez más, esa campechanía de la que tanto hace gala y que, por el contrario, resulta a todas luces postiza y hasta difícil de mantener. No nos engañemos, el abuelo ya no está para estos trotes y bastante hace con leer el texto que le plantan en los monitores sin quedarse bizco de repente.
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Da grima ver cómo soporta el tormento mientras finge naturalidad, como si estuviera acostumbrado a recibir a la gente sentándose sobre media nalga, como si para este hombre su trabajo consistiera en clavar el coxis en la taracea del mueble mientras disimula el calambre que le recorre el espinazo. Son gajes del oficio. En el subconsciente colectivo, la imagen de los jefes todavía se construye alrededor de su mesa de despacho. Con frecuencia te los encuentras detrás de ella, atrincherados tras un bloque de mármol o de cristal, desde donde te llaman a capítulo, te toman las medidas y las intenciones, ordenan y mandan en sus tenderetes. Cuando abandonan su posición de dominio y se presentan delante del mueble, a menudo esperamos de los poderosos un instante de humanidad. Quizá vayan a obsequiarnos con una confidencia, tal vez se aproximan con el interés de regalarnos un par de palmadas en la chepa o igual buscan la cercanía para darnos consuelo tras soltarnos una mala noticia. Nunca se sabe hasta que descubren el pastel.
Por lo general, quien asiste a las chapas que da el rey a sus súbditos por estas fechas, observa el fenómeno con desinterés y aburrimiento, lo contempla en el mejor de los casos como un síntoma de la monótona balsa de aceite en la que vive o se limita a cotillear sobre la decoración de la estancia donde se desarrolla el acontecimiento. Los hay incluso que se sorprenden ante la ausencia de un ordenador, aunque fuera de juguete. Anécdotas aparte, la mayoría de los analistas han coincidido en reseñar que el monarca intentaba aproximarse a la ciudadanía pero que la postura elegida, incómoda para un abuelo recién operado de la cadera, provocó el efecto contrario.
Esa estampa, el apuntalamiento del rey sobre la mesa, es el reflejo de un sistema en franco deterioro que se limita a aguantar como puede la marea. Desde esa postura, cualquier cosa que se diga pasará inevitablemente a un segundo plano. Entre otras razones porque, de hecho, no guarda ya ningún sentido con lo que ocurre. Hablar entonces de que vuelva el espíritu de la transición y se regrese de nuevo a la política con mayúsculas, de servicio y vocacional, incluso llegar a sugerir que se reste protagonismo a la economía en beneficio de la solidaridad, caen por fuerza en saco roto. Sabemos de sobras que el rey no predica con el ejemplo: lo mismo que hizo la vista gorda con su yerno fue capaz de largarse a cazar elefantes a Botswana. Los discursos que están vacíos de contenido, o cuyo contenido descansa sobre los hombros de un individuo de escasa fiabilidad, acaban siempre por indignar a la gente. Todavía son hoy el barómetro del hastío, la firma del desinterés y del aborrecimiento o la diana de burlas y chanzas. Por si la indiferencia pudiera atenuarse de algún modo, siempre podemos comparar la monserga del rey con cada uno de los rollos que lanzan ahora los presidentes de la comunidades autónomas. Nunca se sabe cuál es peor pero se disfrutan las singularidades rayando la náusea o la carcajada.