sábado 7 de noviembre de 2009
Pateando la ciudad
Mientras escribía la crónica de ayer, un lugareño, de los que hacen noche en el Capitol Gateway Motor Inn de Wellington, antes de pasar a la isla del Sur en el ferry, estaba viendo la televisión en el cuartito de estar -de las "facilities" que hablaba el otro día- viendo la caja boba antes de acostarse. Miraba sin demasiado interés un programa, estilo "presing coach" pero en plan maorí. No era tan desenfadado, sino más bien serio y al estilo far west, pero desde el lado de los indios. No me pareció demasiado interesante, aunque me resultara curiosa la producción. Me acosté relativamente temprano, a eso de las doce y media de la noche, que para los kiwis es lo mismo que trasnochar. La levantada ha estado dentro del destemple propio de la zona de Wellington, más fresquito que ayer y con una grata solana hacia las seis de la mañana, sin embargo hasta las nueve no decidimos salir al fresco. Ayer nos habíamos permitido una cenita en el hall del cámping, porque estuvimos sacando los billetes del ferry por internet -al que sólo se tiene acceso por wifi al lado de la oficina-, y a Helena no le sentó la cena demasiado bien. Cuando ciertos alimentos le repiten, o le provocan dolor de estómago, acaba por renunciar a ellos durante años. Supongo que es una cuestión de ansiedad. De vez en cuando tiene pesadillas, y esta última, durante la noche, ha versado sobre la imposibilidad de tomar el ferry hasta Picton. Tal vez esa haya sido la razón de que empezáramos la mañana tomando todas las medidas pertinentes para no perdernos la jornada siguiente en el trayecto que va desde el cámping hasta el puerto donde tenemos que embarcar.
Nos hemos acercado a Wellington en el autobús 57, que baja de Newlands hasta el centro de la capital. Cuesta ocho dólares el recorrido -aproximadamente cuatro euros- y nos hemos acercado hasta el ayuntamiento, donde se encuentran las cabinas de información y turismo, que aquí se llaman «i-sites». Nos ha atendido una señorita rubia, muy kiwi, explicándonos cordialmente dónde podíamos coger el bus 21 para ir hasta el Botanic Gardens, puesto que el Cable Car, el teleférico al estilo tranvía de madera, que transporta a la peña desde la calle Lambton -la más comercial- hasta lo alto de la Salamanca Road. Nunca supimos la causa de que la ciudad de Salamanca tuviese una calle principal en la capital de las Antípodas, es algo que se nos escapa completamente. En lugar de pillar el bus, nos desplazamos pateando la ciudad de cabo a rabo, hasta la parte trasera del Jardín Botánico, que está situado en lo más alto del monte, sobre la Town Belt. Pasamos por el Parlamento, que tiene forma de cono truncado y ventanas de cristal, y que se empotra con el antiguo hemiciclo, al estilo de un castillo inglés y construido en piedra granítica. Los váteres públicos, que son muy frecuentados a lo largo y ancho del país, esta vez daban grima verlos. Es una excepción, por lo que hemos visto hasta ahora. Muchos bares y restaurantes no tienen lavabos propios, dada la costumbre de usar los públicos y su eficaz mantenimiento.
Llegamos al Jardín Botánico echando el bofe por la paliza y nos encontramos en realidad con un parque de magníficas dimensiones. Lo mismo juegan las gentes de Wellington al criquet, que toman el sol tirados por la hierba o esparcen, con mantelitos por el verdín, las fiambreras. Es un día festivo, aunque los bancos, supermercados y comercios se mantengan abiertos, y la población aprovecha para tostarse al sol y gozar del aire libre. Debe hacer tal rasca en esta zona del país durante el invierno, que es fácil observar a los lugareños en chancletas, pantalón corto y camiseta de tirantes. La chancla es el calzado oficial del país, aunque también es normal ver a la peña caminando descalza porque los adoquines están refulgentes. Da pasmo sólo de verlos, mucho más a los que somos frioleros. Y es frecuente que cualquiera se siente en el suelo de la misma acera a tomar el sol.
Los neozelandeses son gente ávida de buen tiempo, necesitan el verano como el comer, y tienen pocos prejuicios. A este tipo de personalidad es a la que me refiero cuando digo que son silvestres y comunicativos. Si ven a alguien extranjero no pueden evitar preguntarle de dónde es, cómo se lo monta y qué tal le va por su país. Así que en el Botanic Gardens estaban todos tan confortablemente sueltos que animaba a tumbarse con ellos. Sin embargo nos habíamos propuesto llegar hasta donde tendríamos que haber subido el día anterior, es decir, hasta donde lleva el teleférico. Nos costó un rato atravesar el Jardín hasta la cima, donde los operarios realizaban labores de mantenimiento del Cable Car, un vagón rojo con asientos dentro y fuera, a cuya llegada empieza realmente la visita más conocida del botánico. En el Museo del Cable Car, que se remonta a 1920, donde hay dos vagones antiguos, y en uno de ellos te puedes subir y hacerte fotos, mantuvimos una charleta con los operarios, que hacían pruebas de carga en vehículo de cara al verano que se aproxima, la estación del año que acoge el mayor número de viajeros.
Tras comprobar que realmente no funcionaba el trasto, que es una de las atracciones turísticas más importantes de la capital, paseamos por los jardines estudiando las plantas. Desde las Pongas a los fern —los helechos gigantes— pasando por los monumentales cedros del Líbano; desde las flores de todo tipo a los jardines de cactus. Acabamos la jornada matinal con una soba interesante y recorriendo el distrito del Thordon, donde se encuentra el domicilio del Primer Ministro del país, así como un montón de casitas unifamiliares, al estilo inglés, sembradas de galerías de arte y librerías, así como el domicilio de algunos escritores neozelandeses. La calle Tinakori resulta un espacio entrañable. Desde allí bajamos hasta el Waterfront, donde se encuentra el puerto deportivo, y nos acercamos a la zona del Queens Wharf, donde existen múltiples terrazas, para tomar una sopa caliente y reponer fuerzas.
La tarde la dedicamos a seguir cotilleando toda la costa, llegando a la Oriental Bay. Vimos familias enteras de patos en la riberas y en la playa misma multitud de jóvenes con piel de leche dispuestos a coger un bronceado rojizo en su primer día de insolación. Wellington es una capital muy joven y alegre, llena de chavales en monopatín o simplemente en patines recorriendo las calles, que juegan al rugby en la hierba o dan brincos en los aparcamientos de los coches. Hemos tenido suerte de que los mejores días de sol hayan llegado a Wellington con nosotros. Ahora sólo falta esperar que mañana, cuando crucemos en ferry hasta Picton —travesía que dura entre tres y cuatro horas—, la isla del Sur nos acoja con un clima benéfico. Hoy, cuando ha caído la noche, a eso de las ocho y media o nueve menos cuarto de la tarde, el cielo se ha llenado de estrellas perfectamente dibujadas. Es un cielo distinto al que contemplamos desde Europa —aquí es la Cruz del Sur la mejor referencia para orientarse—, pero sólo recuerdo haberlo visto tan limpio en el Pirineo, y eso que estamos a dos pasos de la capital de un país.