lunes 2 de noviembre de 2009
Planeta hobbit
|
El despertador ha sonado a las siete de la mañana. En cambio mi cerebro ha levantado el telón media hora antes, mientras un sol de lo más lánguido se iba abriendo camino entre las cortinas de la furgoneta con avance, o mejor con retroceso, pues la tienda de campaña a la que me refiero se acopla por la puerta trasera al vehículo, en vez de por los flancos, como suele dictar la costumbre. De cualquier modo referirse al amanecer, tópicos aparte, supone construir un eufemismo. Unos tibios rayos de luz han bastado para obligarme a despegar los párpados y que mis pupilas contemplasen un rotundo calzoncillo, tendido en la caravana contigua, cuya holgura central daba fe de que su propietario era un sujeto de magníficas proporciones o que, careciendo de ellas, sabía suplir los huecos rellenándolos de tal modo que el uso deformaba el tejido.
En seguida comprendí que el día iba a ser gris. Un viento maorí golpeaba gélidamente los retrovisores y al abrir la puerta corredera -engrasada primorosamente por Helena, mi compañera sentimental y conductora, durante la "afternoon" del día anterior- un cierzo de carácter neozelandés, tan cortante como el que disfrutamos en casa, se apoderó del habitáculo con inusitada rapidez. De un arañazo me acarició el cutis y logró erizarme todas las pilosidades, empezando por los glúteos y recorriendo el espinazo hasta golpearme en el colodrillo, frescor salvaje que me hizo comparar la existencia humana con la de una vulgar gallinácea.
Al mismo tiempo dormitorio y cuarto de estar, la furgoneta se convirtió también en una nevera. Hasta entonces tan solo era el ojito derecho de Helena. En su habitual tendencia al animismo, me resultaba contradictorio que mi compañera tratase a la «campervan» como a su segundo domicilio, porque todavía no la había bautizado. Esta falla me indujo a pensar que era consciente de los lazos afectivos que podría tejer con un medio de transporte del que, tarde o temprano, tendría que desprenderse. En estos pensamientos se entretenía mi cerebro, con las chancletas al aire y los pies a la fresca, cuando me decidí a echar una galopada hasta los váteres, entre otras razones porque me estaba pasmando y supuse que tan sano deporte me haría entrar en calor. Además se nos estaba haciendo tarde. Recordé que a las 8,30 habíamos quedado en la puerta del camping, donde nos recogerían para conducirnos hasta Hobbiton -también conocida como la Propiedad Alexander- lugar en el que se filmaron varias secuencias del Señor de los Anillos, concretamente las que acaecían en la adorable aldea de Frodo y toda su alegre pandilla.
De las novelas de Tolkien apenas se habla pero la película neozelandesa sobre sus escritos adquiere en el país rango de atracción turística. A las 8,30 estábamos más que dispuestos a salir con destino a Matamata, el pueblo más próximo a la granja Alexander, pero Lizla, la conductora que nos llevó a las localizaciones de la película, no apareció hasta las nueve menos diez. Además tenía aspecto de recién levantada del catre. Morena y legañosa, con las manos curtidas por las faenas del campo y la ganadería, se atusó la pelambrera y se subió de un manotazo el cuello del jersey, cuyo logotipo, bordado en letras amarillas, se descubrió entonces por completo. «Hobbiton», señalaba en su pechera.
Intercambiamos los clásicos saludos de los hobbits, que no se distinguen de los humanos ni en el idioma. Good morning. Hey. Hace un día desapacible, ¿no? ¿De dónde sois? Habláis un inglés muy raro, nunca he oído un acento así. Y todas esas menudencias tan propias de los angloparlantes. Lo más hobbit del asunto es que, una vez subida en la furgoneta, y siendo sólo dos los pasajeros que transportaba, nos lanzó un rotundo monólogo turístico sobre los pueblos que cruzaríamos durante el trayecto, aprovechando el microfonito que la empresa para la que trabajaba le había empotrado justo encima de la ventanilla. Se sabía la charla de memoria y como iba pegada de tiempo la lanzó de carrerilla mientras metía la llave de contacto, daba un volantazo excelente y cruzaba al otro lado de la calle sin preocuparse demasiado por las más elementales normas de tráfico, que en Nueva Zelanda, al parecer, son distintas a las del resto del mundo. Por algo viven en las Antípodas.
Durante una hora de viaje, e intentando ir a cien por hora, en Nueva Zelanda -por lo que tengo comprobado- se cubren cincuenta o sesenta kilómetros, tal es el número de curvas y la complejidad orográfica. Así que llegamos con cierto retraso. Nos estaba aguardando otra furgoneta, de idénticas proporciones, en la que se acomodaban un par de recias alemanas y una pareja heterosexual, compuesta de neozelandés y coreana, que en su conjunto y a la canal rondaría una edad media próxima a la cincuentena. O lo que es lo mismo: casi como la mía. A las dos alemanas se las veía muy apasionadas con la visita. A la pareja exótica, y al mismo tiempo convencional, no sabría decirles qué tipo de emoción les embriagaba. Tal vez fuera simplemente la curiosidad. Quizá el mismo espíritu fisgón que me había empujado a mí a palpar las entrañas de un largometraje que no era, siendo sinceros, lo que yo interpretaba como el cénit del séptimo arte. Para establecer alguna analogía busque mi imagen reflejada en el retrovisor, pero tan sólo hallé las dos profundas ojeras de siempre y los sonrosados mofletes de Carolyne, que se cruzaron conmigo a lo largo y ancho del espejo.
La nueva conductora, Carolyne, aproximando su micrófono retráctil a los morros, nos fue desgranando por los altavoces un magnífico rollo acerca de los decorados y tejemanejes de la película, poniéndonos al corriente sobre la vida bucólica y pastoril de la Granja Alexander y regando el discurso narrativo con infinidad de anécdotas, de las cuales poco puedo decir, salvo que me iba riendo cuando tocaba. Y en ocasiones a destiempo.
Prefería contemplar el paisaje, que era de un verde rabioso y estaba sembrado de ovejas merinas que triscaban a sus anchas. Mientras nos adentrábamos en el senderillo de grava que recorría las pequeñas laderas entre los pretiles, de vez en cuando, Carolyne se bajaba de la furgoneta para abrir la portezuela de una cerca que separaba unas ovejas de otras, pasaba el vehículo al otro extremo, se bajaba de nuevo y la volvía a cerrar. Las lomas de césped se iban extendiendo hasta perder la vista en pinares, laguitos, árboles enormes y centenarios de cuyas especies jamás había tenido la menor noticia. Un viento del demonio se concentraba en barrer el valle de punta a punta y al cuarto de hora de charla didáctica, vallas de madera que se abren y se cierran y corderos a mansalva, llegamos a la explanada donde todavía resisten al paso del tiempo los decorados, y entre ellos, los domicilios más famosos del lugar: las casas de los hobbits.
Fue una visita curiosa en un paisaje enternecedor, coronado además en su regreso con una faena clásica en cualquier granja de ganado merino: el esquilaje de una oveja. Un sujeto silvestre, alto y musculoso, agarró una voluminosa hembra del redil, preparada a tal efecto, y la afeitó delante de nuestras jetas en un minuto ralo. Todo un récord olímpico. Culminó la tarea repartiendo biberones y soltando ante la concurrencia media docena de pimpantes corderillos, que buscaban la tetina con tal gana que resultó muy simple darles el desayuno. Semejante apetito transportó a los presentes hacia un estado de alborozo que colapsó en el arrobo, incluyendo a un servidor.
Antes de enviarnos de nuevo al camping nos obsequiaron con un café de orinal y unas pastas, echamos un pitillo y en la furgoneta caímos secos como dos enanitos del bosque. Dedicamos la tarde a explorar Rotorua desde lo más alto. Subimos a la «góndola», que es un calco de la telepamplina -la telecabina de Aramón- que cruzó el Ebro durante la Expo. La versión neozelandesa te sube al monte sobre el que se observa una panorámica del imponente lago que acoge en sus orillas a la ciudad y en cuya cumbre se observa la isla que tiene en el centro. Lo que en Rotorua denominan «Sky Line» alude en realidad a un parque de atracciones, donde la más destacada ejerce como catapulta. La peña se sube en una cesta, mediante una sirga la elevan cien metros del suelo y acto seguido la dejan caer a 190 kilómetros por hora, sensación que deja a los atrevidos usuarios completamente afónicos de la impresión. Y después les venden el video. La bajada del Sky Line fue un fiasco, porque la góndola de marras se estropeó durante nuestra merienda, representada por el habitual capuchino con muffins (las recias madalenas de las que he hablado ya en alguna que otra crónica). Nos bajaron de ocho en ocho hasta Rotorua por un sendero de pedruscos y debidamente apiñados en un monovolumen.
El resto de la jornada fue sorprendente, entre otras causas porque nos salió al paso y por casualidad el Kuirau Park, un parque kilométrico que abraza el casco urbano, pletórico de fumarolas, tuyas gigantescas y demás especies arbóreas de taxonomía incierta. Redujimos la visita a un par de horas, que empleamos en perdernos y explorar hirvientes agujeros. A las siete de la tarde y con el fresco que hacía, daba gusto cruzar los puentes y dejarse inundar por el vapor de agua que iba surgiendo de las profundidades de la tierra, esa tierra viva y negra que bulle bajo la ciudad entera y que de cuando en cuando se abre camino en cualquier domicilio para crear de repente un spa natural.
Aunque mañana levantaremos el campamento, la verdad es que hemos disfrutado de tres agradables jornadas por estos pagos. Seguimos nuestro recorrido hacia el enorme lago de Taupo, donde Helena se ha prometido hacer «bungy jumping» colgada de los tobillos sobre las aguas del río que cruza la localidad más populosa de la zona. Ya contaré si a última hora se raja, pero lo dudo mucho. De hecho está durmiendo a dos palmos de mis narices con la idea de reponer fuerzas y levantarse fresca mañana. Y como me da envidia creo que yo también voy a seguir su ejemplo. Kia Ora. Chao.