martes 15 de marzo de 2011
Primavera nuclear
Nos estamos volviendo unos melindres. ¿Dónde queda el espíritu de sacrificio? ¿Dónde el castigo, la mortificación y el calvario por nuestros malos hábitos? Siempre nos han recordado que el que algo quiere algo le cuesta, de modo que ya va siendo hora de pagar. Da lo mismo que no hayamos recibido nada durante todos estos años, es nuestro problema si no hemos sabido aprovechar las maravillosas oportunidades que el capitalismo nos ha ido ofreciendo desde la revolución industrial hasta antes de ayer. Llega el momento de pagar y la factura da miedo. ¿Queremos electricidad en nuestras casas? Ahí están las centrales nucleares para alimentar nuestros frigoríficos y si revientan allá se las den todas a los jefes en el mismo carrillo. Les da igual. El negocio es el negocio y lo demás son tontadas. Incluso después de que los reactores se vayan al guano, son capaces de decir que son necesarias, o que no pasa nada, que es una fuguilla de habas que en tres patadas se solucionará. Es chocante que, en un planeta bien sembrado de ojivas atómicas y misiles nucleares, sean precisamente los reactores que abastecen a la población de ese bien tan preciado que es la electricidad los que se fundan hasta los tuétanos: ya sea de puro viejos o debido a un terremoto, tsunami incluido.
La sangría japonesa nos recuerda una vez más que todo tiene un precio y que el precio lo paga el cliente. Da igual que sea en especie —un buen cáncer— o en dinero contante y sonante. Podemos preguntarnos cómo es posible que un país asentado en plena fractura sísmica no esté preparado para hacer frente a una hecatombe nuclear. Incluso hacernos cábalas de si no hubiera sido mejor para los nipones investigar en otros tipos de energía, las llamadas alternativas, por ejemplo, antes de arriesgarse a edificar reactores en una zona tan escabrosa. La razón que encontraremos a estas cuestiones son meramente económicas. Es mucho más barato dedicarse al uranio que a la energía solar, y si al final revienta la central atómica pues oiga qué se le va a hacer, una racha de mala suerte la tiene cualquiera. No se trata de aprender de nuestros errores, sino de obstinarnos en repetirlos hasta que nos partan la cara. O hasta que no sean rentables. Como siguen dando pasta, las centrales atómicas seguirán siendo seguras aunque salte a la vista su fragilidad. Nadie cuelga de un pino a los directivos ni a los accionistas de este tipo de empresas, sólo los ecologistas —gente hippie que no tiene otro que hacer que encadenarse y hacer el chorras por el mundo—, clama contra el progreso. Bueno, pues ahí tenemos todo un pedazo de progreso en pleno primer mundo: fusión de nucleo, escape y radiactividad a manos llenas. Tal vez el fin del mundo, de producirse, surgirá de un arrebato de lucidez, pero mucho me temo que antes prefieren los jefes dejarnos ciegos que aflojar la billetera.
Hace falta ser un desgraciado sin escrúpulos para hablar de la energía nuclear cuando los muertos en Japón se cuentan por millares. Nos dicen que no es el momento de cebarse en este tipo de asuntos, que sólo refleja falta de tacto y educación. Es posible pero, por lo visto, existen sujetos cuya profesión estriba en confirmar cuándo toca o no toca sacar un tema a colación y justo ahora, que volvía a estar de moda lo nuclear, como una forma de abaratar los costos eléctricos, se desencadena un terremoto, llega el tsunami y caemos en la cuenta de que cagar con medio culo resulta carísimo. Y no sólo a las compañías de seguros, sino a la peña monda y lironda, la que paga el recibo de la luz. A mí me parece que freirse un huevo con un contador géiger es un precio excesivo, pero a los jefes se les antoja un riesgo asumible. Basta con residir a treinta kilómetros de una central nuclear para convertir tu domicilio en un ataúd, pero sin duda se trata de un pequeño engorro, algo incomparable a disfrutar de una vitrocerámica. Y desde luego mucho más fácil que acabar con el monopolio de la electricidad y llenar el mundo de paneles solares.