viernes 26 de marzo de 2010
Recuperando el pulso
El gobierno nos vuelve a cambiar por todo el morro la hora. Entrada la madrugada, cuando sea domingo legalmente, se producirá otra vez un fenómeno extraño: a las dos serán las tres. A tan curioso cachondeo lo denominan horario de verano. Nunca nos aclaramos con el día ni con las manecillas del reloj, porque la nocturnidad y alevosía del sábado mientras se cuela en el domingo, precisamente busca que no caigamos en la cuenta, una circunstancia que resulta imposible. Nadie sabe lo que nos estamos ahorrando ni para qué jugamos con Cronos, pero los cuerpos se resienten al modificar los horarios. Todavía estoy pensando cuál es el bien común que extraemos dos veces al año adelantando y retrasando la hora, supongo que se trata de alguna prueba fisiológica. Tiene su encanto comprender que el estómago se resiste al decreto ley y acostumbrado a saciar el apetito según nuestros hábitos pide su ración en el momento exacto. Ocurre lo mismo con nuestros intestinos, que interrogan a nuestro cerebro por la extravagancia de verse obligados a evacuar las inmundicias una hora antes o una después, tan sólo porque el Rey haya rubricado con su firma unos cuantos papeles. Las fases del sueño se desplazan por imperativo legal y el ciclo circadiano de la vida se quiebra durante sesenta minutos hasta que conseguimos recuperar la normalidad. Aseguran los expertos en macroeconomía que actuando en contra de nuestra propia naturaleza estamos ahorrando a los jefes un pastón en los recibos de eléctricas —con su pan se lo coman— pero ningún ser humano puede permitirse el lujo de continuar la vida sin adelantar y retrasar los relojes, so pena de llegar demasiado tarde o demasiado temprano a todas partes. No existe tampoco un proceso de adaptación para los niños o los ancianos, ni siquiera para los enfermos. Hasta los animales a nuestro cargo se ven obligados a comer y dormir a deshora.