El Cuaderno de Sergio Plou

      


viernes 14 de diciembre de 2012

Una dignidad extraña




  Volver a Lisboa es como regresar a casa, sobre todo si tienes un concepto de hogar poco estridente. Caes en la cuenta enseguida, nada más bajar del avión, cuando desembarcas por el túnel rumbo al vestíbulo del aeropuerto y sientes que han bajado de pronto los decibelios. Acostumbrado a enterarme de la sandez más nimia que pueda asediar a docenas de desconocidos —expresándolo incluso en metros cúbicos a la redonda—, lo cierto es que semejante bálsamo para las orejas vino acompañado también de otro acontecimiento no menos sobrenatural: que nadie me pidiera explicaciones al cruzar esa raya imaginaria que separa los dos estados que forman la península (al menos actualmente). Aunque puedo alcanzar sin dificultad alguna la sublimación corporal en un control de pasaportes, soy consciente de que la Unión Europea permite el libre trasiego de los socios comunitarios (antes llamados ciudadanos). Pero también es verdad que el Tratado de Schengen favorece inspecciones peregrinas y aleatorias excepciones, prodigando los absurdos policiales que tanto me enferman. Supongo que, como no está el horno para bollos, cualquiera que pueda gastarse un euro es bienvenido a Portugal y las autoridades debieron recortar guardias sustituyéndolos por un puñado de cámaras y dejando como retén algún maromo que ronca frente a las pantallas de vigilancia, así que la aduana convencional brilló esta vez por su ausencia, lo que es de agradecer. Dejarse llevar entonces por el idioma de los rótulos y las cálidas conversaciones de sus gentes, siempre tan afables, salpicó de esperanzas el recorrido hasta la calle. La mezcla de razas y culturas iba sirviendo de aperitivo a lo que luego nos encontraríamos, una ciudad cosmopolita y romántica, pero también maltratada.

  Llevaba dos décadas sin pisar Lisboa y a tenor de las noticias temía encontrarla sumida en la indigencia y en la desesperación. Es cierto que los desheredados no pasan inadvertidos porque a la hora de rendirse al sueño ocupan los escalones de edificios singulares, rodeándose allí de sus escasas pertenencias y dispuestos a pasar la noche embutidos en mantas. El clima, a principios de noviembre, aún permite dormir a la intemperie. El número de manos tendidas a las puertas de las iglesias, pastelerías y mercados salta a la vista. Es frecuente que honrados padres de familia, con el propósito de redondear su presupuesto, te aborden en la plaza del Comercio con el ufano propósito de endosarte una bola de hachís culero a «precio de saldo». Desconozco si hemos llegado aquí a semejantes extremos, pero gracias a la degradación a la que nos someten gobernantes, banqueros y otras mafias, igual no tardamos mucho en sorprendernos con similares estampas. Ver, por ejemplo, a un policía custodiando la puerta de una joyería puede teletransportarte al Perú sin salir de Europa. Acercarte a hoteles y restaurantes de lujo, los que salpican la avenida de la Liberdade, y observar que en sus alrededores vagabundean los mendigos no es una escena agradable. El contraste entre ricos y pobres, cada día que transcurre, parece más obsceno. El número de inmuebles desahuciados, en cuyas puertas se grapan folios con sentencias judiciales, resulta además tan contundente que sólo un foráneo que provenga de un mundo mejor sería capaz de conmoverse. En Portugal parecen curados de espanto. El país se desmorona a cámara lenta y sin embargo son pocos los que se cuelan en el metro. El dolor lisboeta es tan sutil todavía y está teñido de un orgullo y una dignidad tan extrañas, que en otra época sería inconcebible soportar la ruina sin levantarse de algún modo contra el poder establecido.

  Muchos países de América latina, durante décadas, sufrieron el expolio de la deuda a manos del Fondo Monetario y del Banco Mundial, aplicando a saco la austeridad sin otro resultado que el de empobrecer a todo un continente. De entre las imágenes de aquella época me impactó especialmente la de un individuo que escapaba de una carnicería cargando a las espaldas la canal de una ternera. Aquella foto era para mí el ejemplo de que algo gordo les estaba ocurriendo a los americanos (y no hablo de los yanquis).Tuve la ocasión de ver en un video la secuencia completa del asalto, donde dicho sujeto, manteniendo a duras penas el equilibrio, huía con el botín en un ciclomotor. ¿También triunfaremos nosotros de igual manera? En un futuro quizá, pero ahora no. Por nefasto que sea el panorama, los europeos del sur sufrimos en silencio las humillaciones antes de recurrir a los robos y en este contexto de pobreza la delincuencia común tiende a pasar desapercibida. Como mucho, los más mayores advierten al visitante a cerca de evitar las aglomeraciones, sobre todo en los transportes, manteniendo a ser posible cierta distancia con los menores. A su juicio, los chavales son expertos en distraer bolsos y carteras. Este consejo me pareció una exageración, de hecho no sufrí malas experiencias al respecto. Ni siquiera callejeando, y eso que perdí el rumbo en ocasiones (como es preceptivo siempre que se viaja) encontrándome de repente en los arrabales de la capital, donde a primeras horas de la mañana todavía puedes encontrar al lumpen trapicheando con heroína o incluso picándose en un portal.

  Salvo las agujetas y algún tirón muscular, no cabe reseñar ninguna incidencia. Aunque sólo estuve allí durante tres días, a fuerza de subir y bajar las cuestas de Lisboa, a fuerza de trotar por los adoquines, lo cierto es que vuelves baldado. Pero no cabe duda de que en los comercios reina la desolación. La ausencia de clientes es un claro indicativo de que la sociedad todavía consume de forma puntual y aunque muchos negocios han bajado la persiana todavía resisten los más céntricos y los más modestos, instalados en las barriadas, no en vano buena parte de la economía peninsular se sostiene gracias a las pequeñas empresas familiares. Lo que más me llamó la atención es el cuidado de las formas, las apariencias que, a toda costa, se mantienen como el umbral de la miseria. Es como si los últimos escalones de la clase media se parapetasen tras un escudo que los hace invisibles.