sábado 28 de noviembre de 2009
Volando de Christchurch hasta Auckland
Pateando ambas ciudades y regresando a la casilla de salida
Desde el Estuario del río Avon al acuario de Auckland
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Lleva unas cuantas horas jarreando de lo lindo en Auckland mientras escribo esta crónica. No hace frío, aunque destempla, y no resulta agradable salir desde el tercer piso hasta la calle para echarse un pitillo. Estamos alojados en el Kiwi International, un hotelete de Queen Street al que llegamos anoche en un shuttle. Los shuttle son unos monovolúmenes con remolque que ejercen de taxi, sólo que llevan a media docena o más de pasajeros.
Por orden de acceso al servicio o por proximidad, van dejando a los viajeros en sus alojamientos por un precio más económico que los convencionales, aunque en Auckland se reduce la diferencia a tres dólares. Depende de lo que pilles puede salir más barato, pero a las once y media de la noche, en el aeropuerto, no buscas demasiado. En Nueva Zelanda semejante horario es pura madrugrada, pese a que haya comenzado el fin de semana. Nos dimos cuenta de que era viernes "night fever" por la farra que se respiraba en las céntricas calles de la ciudad, la más poblada del país y la más repleta de jóvenes.
La jornada anterior, en Christchurch, la pasamos echando un vistazo al Estuario del río Avon y el Heathcote, que genera una amplia bahía entre los barrios residenciales de South New Brighton, Redcliffs y Richmond Hill, conformando una reserva natural hasta donde acuden millares de aves. En la desembocadura se crean grandes isletas cuando baja la marea y da lugar a playas rodeadas de casas. Llegamos a la zona tomando el autobús número 5 hasta Rocking Horse Road y bajándonos en la última parada.
La estación de autobuses parece que ofrezca viajes internacionales en lugar de transportes urbanos, se encuentra de tal manera centralizada que puedes esperar los vehículos en un amplio vestíbulo, permanentemente informado sobre las llegadas, salidas y puertas de embarque de cualquier línea. Cuesta 2,80 dólares (1,40 euros) por trayecto y el billete no sirve para acceder a otro autobús, ni siquiera para la vuelta. Evidentemente hay tarjetas disponibles para los usuarios habituales, pero los turistas mueren al palo de pagar el ticket completo. Es lo que hay. En el paraje del Estuary Park, alrededor del cual se establece una barriada que conecta con el resto de la ciudad sin dejar un centímetro libre a la especulación urbana, pudimos realizar un tranquilo y amplio paseo por las orillas del Océano Pacífico y del propio río mientras se confunde confunde con el mar.
A la vuelta, nos acercamos a comer a los embarcaderos del Avon, y nos encontramos con que se estaba organizando una carrera -un "ride"- de kayaks entre una docena larga de jóvenes, que se habían concentrado a la orilla disfrazados de hippies, amas de casa con batas de baoatiné, guerreros escoceses y demás trapíos, organizando un estrafalario espectáculo donde es corriente encontrar un espíritu inglés, eduardiano y muy tendente a la contemplación. El berenjenal que se armó fue congregando en los puentes del río a un montón de curiosos, entre los que se hallaban niños en silla de ruedas, enfermos oncológicos. No tardamos mucho en comprender que semejante jarana se había organizado entre los becarios e internos del Hospital de Otago con la dirección del centro médico, para animar a los niños aquejados de las dolencias más graves.
 La animación duró una hora larga, donde la mayoría de los remeros de kayak terminaron chapoteando y los espectadores lanzándoles globos llenos de agua y polvos de talco. La verdad es que no esperábamos tener una sobremesa tan sorprendente. Incluso se mosquearon algunos perchadores, que llevaban las góndolas con todo cuidado para no interferir en la guerra de jeringas y globos, para no manchar a los clientes.
La pareja ganadora, que vestía uniforme de bata y actuaban como excelentes amas de casa, recibió de los organizadores del evento una copa realizada en papel de aluminio y jamás perdieron la sonrisa. Nosotros tampoco. Fue una manera risueña de terminar nuestra estancia en Christchurch, donde hemos pasado más días de los que en un principio habíamos calculado, y que sin embargo nos ha deparado unos pasiajes y unas situaciones de lo más entrañable.A eso de las siete y media de la tarde, con puntualidad anglosajona, pasó a recogernos el shuttle que apalabramos por internet, y nos condujo apaciblemente al aeropuerto.
 Echamos un bocado mientras veíamos en la caja tonta neozelandesa un partido de rugby. Con anterioridad hicimos el "auto-chek in" y con cierto reparo comprobabámos que las maletas, aún cargadas como iban hasta las cachas, daban elk mínimo para no tener que pagar tasas por ellas. Se trataba de un vuelo doméstico, claro, pero tomamos nota de los pesos para cuando tuviésemos que volar desde Londres a Zaragoza con Ryan Air, que son muy ratas. Aunque tardó en llegar el avión más de veinte minutos, porque venía con pasajeros desde Auckland, el viaje se nos hizo muy corto y como el piloto se metió caña apenas notamos la demora. Nos sirvieron durante el vuelo unos crispis, nos ofrecieron café o té y un puñado de caramelitos, mientras en las pantallas del avión proyectaban un juego de preguntas y respuestas para conocer tu nivel cultural. El vuelo duraba una hora y media escasa, pero nos dio la sensación de que pasaban tan sólo treinta minutillos entre el despegue y el aterrizaje. Al llegar, las maletas salieron deprisa del avión y cuando qusimos darnos cuenta subíamos a un shuttle camino del hotelillo donde ahora escribo, mientras arrecia la lluvia.
Dormimos como lirones, sin preocuparnos del reloj, y esta mañana nos hemos levantado con el propósito de desayunar en la cafetería del Kiwi International, con resultados deprimentes. Lógico, pedir un desayuno continental en Oceanía es lanzarse a la aventura de un café de aguachirle con tostadas microscópicas y mantequilla congelada. Son otros horarios y otras costumbres alimenticias, no hay que olvidarlo. Nos costó centrarnos.
No es lo mismo ir de caravana, donde tú te lo guisas y tú te lo comes, que ir a mantel puesto. Puede ser que no te guste el mantel ni los cubietos, así que a saber cómo es la comida. Puedes pedir unos espaguetis y esta gente, como no le encuentra demasiado gusto al paladar, te va escondiendo guindillas picantes entre los fideos, así que hay que andarse con ojo. Una vez que recuerdas estos asuntos parece que no los olvidas, de modo que salimos por Queen Street buscando un Starbucks Cofee, que suele ser lo menos inquietante en materia de café, y por el camino nos fuimos encontrando los restos de la farra del viernes. Queen Street, por lo visto, es una zona de juerga nocturna durante los fines de semana, de modo que fue fácil hallar tumbados por el verdín a unos cuantos muchachos -y no tan muchachos- agarrados todavía a su lata de cerveza.
Me pareció ver salir de entre unos árboles a unos chavales rascándose todos la vena, señal inequívoca de que algo ocurría en ellas que no parecía demasiado vulgar, nos cruzamos también con travestís ya mayorcitos, que iban haciendo eses hasta alcanzar un banco, y gentes mondas y lirondas que todavía llevaban una buena castaña. Y eso que eran las diez o diez y media, empezaba a salir el sol y se cubría de cuando en cuando. También nos encontramos en lo más alto de la cuesta, porque las calles de la zona son anchas -como corresponde a una capital de casi dos millones de almas- pero también muy empinadas, modelo San Francisco aunque sin tranvía, toda una manifestación saliendo a nuestro encuentro. En su mayoría eran madres y padres de familia, reclamando para los profesores de los colegios públicos unos salarios dignos y para sus hijos una enseñanza adecuada.
No olvidemos que en Nueva Zelanda, desde hace unos años -cuando perdió el poder el su primera ministra socialista- gobierna un partido de derechas. El otro día, mientras estábamos en Christchurch, pudimos ver el telediario nacional, donde entrevistaron a uno de los ingenieros que investigan los sucesos del 11 de septiembre en Yanquilandia. También pudimos ver las caras de estupor que ponían los televidentes neozelandeses en el cámping cuando dicho ingeniero comentó que los atentados a las torres gemelas en realidad no habían sido tales atentados sino voladuras controladas. La ingenuidad neozelandesa es parecida a la yanqui. Se creen todo lo que les dice la caja boba, y cuando se enteran de que les han embromado se quedan patidifusos. Bueno, es así. Resulta agradable ver a los papis manifestándose en las Antípodas contra los gobiernos conservadores cuando comprenden que los han vuelto a timar.
Teníamos la intención de acudir al acuario de Auckland desde que llegamos a Nueva Zelanda, lo que ocurre es que abandonamos la visita en favor del zoológico y ahora que se presentaba la oportunidad de ver a los pingüinos no quisimos dejarla pasar. Sobre todo al pingüino emperador. Los neozelandeses gozan de una vasta tradición como exploradores. Mantienen una base científica en la Antártida y se han traído unos cuantos ejemplares hasta el acuario de Auckland. Bajo un alejamiento, mediante cabinas antárticas que hacen el periplo en railes, su presentación es pulcra. Y no como en Escocia, donde la distancia es mucho menor. En Auckland tratan de no degenerar el hábitat, ya de por sí artificial, accediendo a la visión de los pingüinos sin molestarles en exceso.
Los acuarios, sin embargo, son parecidos a los de otras localidades. Los peces hacen vida con sus crías amparados en el cardumen, donde llevan una rutina convencional para lo que cabe en un espacio tutelado. Hay también un túnel de cristal bastante extenso que permite observar a los peces nadando sobre tu cabeza y a ambos lados del pasillo, que va desplazando a las visitas mediante una cinta transportadora, si bien da la opción de hacerse a un lado y continuar andando. Nos encantó el lugar destinado a la cafetería, una zona de descanso donde tienes una visión del skyline, con sus edificios bancarios y su zona comercial, bastante distinta de la corriente. Gracias a una cristalera similar en grosor a la del túnel acuático, cuando va subiendo la marea puedes apreciar el puerto y la ciudad a ras del océano. Es muy sencillo todo, sin grandes panorámicas, lo que otorga a dicho espacio un aire embriagador. Me cautivaron también las peceras de los caballitos de mar, el majestuoso "vuelo" de las rayas y la espectacular tortuga que saludaba a los turistas como si fuese supermán.
 Todo el acuario está bajo tierra, internándose un poco en la costa, muy próximo al océano, y favorece la guía educativa de los más pequeños, a los que se involucra, como suelen hacer por estas tierras, en las tareas de conservación. Ayer, durante el vuelo a Auckland, tuvimos la oportunidad de cambiar impresiones con una joven lugareña. Nos dijo que - pese a que nos pudiera parecer poco bonancible el clima- habías llegado en muy buen momento, porque en diciembre comienzan las aglomeraciones y el turismo entra en temporada alta. Nos comentó también que el verano, poco a poco, y por el cacareado cambio climático, se ha ido retrasando cada vez más.
  No sólo es un problema para los humanos, no sólo se derriten los grandes icebergs de la Antártida y llegan a las costas neozelandesas, es que las estaciones se encabalgan unas con otras y es normal que durante el febrero austral se vivan jornadas de un calor agobiante. Así que veremos lo que nos encontramos a partir de mañana. Hoy hemos alquilado un cochecito para hacernos lo que nos queda -el Northland-, confiando en que amaine el aguacero y tengamos buen tiempo. Igual hay suerte.